Las ciudades y los ojos – Luis Lope de Toledo | Relatos cortos #SemanaArquitectura2021

viernes, octubre 1, 2021

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Vereda fue construida por los antiguos en mitad del desierto. Al igual que un oasis, la ciudad esperaba pacientemente al visitante, como si no tuviera otra cosa mejor que hacer. Escondida y prácticamente invisible se ubicaba exactamente en la nada, ni un metro arriba, ni un metro abajo. Sin un triste cartel que informara de su situación. Como un espejismo que juega en la mente del agotado viajero y le hace dudar de su existencia.

Nada más entrar, comenzabas a entender la extraña naturaleza que abrazaba el lugar: cientos de edificios de diversas formas se levantaban, casi ingrávidos en el suelo, en un intento por acariciar el sol sin que los llegase a quemar, erguidos en la materialidad etérea del cristal más transparente jamás visto. Era imposible discernir dónde terminaba una construcción y comenzaba la siguiente, ya que la vista no diferenciaba límites constructivos que separaran el aspecto translúcido de las viviendas, de su propio mobiliario. Todo estaba realizado en finas láminas de vidrio, desde el más pequeño anclaje hasta las inmensas armaduras que formaban parte de la estructura de los inmuebles.

La ciudad entera había sido diseñada como un gran ventanal, abierto durante un luminoso día de primavera. La privacidad era compartida y exhibida por todos y cada uno de sus habitantes, donde el más rico no era el que más tenía, si no el que más podía enseñar.

Las calles eran transitadas por silenciosos y cristalinos afluentes de poca profundidad, reflejando los rascacielos sobre la acera y dibujando hermosos skylines en el subsuelo, ligeramente deformados por las ondas del agua en movimiento. Los pájaros quedaban simétricamente coloreados más allá del bordillo hasta que se confundían con el límite del firmamento. Las cubiertas de los edificios más altos se convertían en ventanas al cielo, como si James Turrel las hubiera diseñado, capaces de mostrar el color de las nubes o los primeros rayos anaranjados del amanecer.

Sin embargo, algo rompía esa continuidad corpórea en el centro de Vereda. La materialidad translúcida que inundaba la ciudad a lo largo y ancho de sus despejadas avenidas era fracturada por un inanimado objeto estratégicamente colocado en el corazón de la metrópoli.

Un espejo.

Un espejo que reflejaba con exactitud la existencia de quien se asomara a su superficie. Un espejo que hacía de mirador a nuestro yo interior y manifestaba nuestros miedos más profundos, nuestros temores, envidias, celos escondidos y defectos que nunca pudimos superar. Un espejo capaz de conseguir que nos odiásemos a nosotros mismos y echásemos tierra sobre toda una vida de superaciones y progresos, minando la autoestima del más valiente que se atreviese a contemplar más allá de su propio reflejo.

Un espejo que hacía de ventana a la realidad y daba sentido al resto de ventanas de la ciudad.

Luis Lope de Toledo

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