El cuadrado – Noelia Hernández Rodríguez – #HistoriasDeAndarPorCasa

viernes, abril 17, 2020

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Al principio de los tiempos, lo había odiado. Odiar es una palabra huesuda, de las que emiten un rumor seco e ingrato con la vida, de esas que permanecen encerradas detrás de la campanilla de quienes ya huelen el crisantemo y de las que se escapan con facilidad por los huecos de los dientes de leche. Pero también era la única palabra que tenía cabida en un sistema donde todo reverbera y trasciende. Se merecía cada una de las letras, fuera de “odio”, de “desprecio” o de “chiquita porquería”, como dirían algunos.

El vocablo daba igual, lo que permanecía arraigado era lo que escondía; manchas pegajosas de clipper en el suelo por noches de inadvertencia y jolgorio en los marcos de las ventanas, risas y gritos los jueves de madrugada, cantinelas arcaicas y frecuencias inexploradas desde que el sol alumbraba hasta que llegaba la hora de los estómagos rugiendo; pullas sobre ineptitud percibida y logros que se morían ahogados en polvo; y claro está, el toque final, los graznidos de una anciana y su loro que parecían intercalar gruñidos amorosos y notas de sopor.

Sin embargo, la perspectiva había cambiado notablemente: el odio había mutado repentinamente por medio de un catalizador inesperado y había huido despavorido de su forma inicial como Mercurio.

Ahora, cuando alzaba la vista mientras tendía sus camisas y los pantalones de chándal, veía una malla naranja colgando de un garfio en vez de cigarrillos atrapados en el alféizar a medio morir, una carnaza nada glamurosa pero igual de atrayente que un poco de caviar o un vino Château en aquellos tiempos rocambolescos que corrían. Bastaba con hacer correr la soga para alcanzar el fruto y saborearlo. Era curioso pensar cómo en otros tiempos aquello habría sido considerado robo y ahora se consideraba solidaridad.

No obstante, y vuelvo a recalcar, todo había cambiado; las dos de la tarde se había convertido en el nuevo despertar con “Resistiré” como alarma y las tres de la mañana no era más que la hora de acostarse de los trabajadores.

—¡69! –Exclamó una voz en el hueco, mientras su dueño apoyaba los codos en el marco de la ventana como si estuvieran acostumbrados a ellos.

—El número de la felicidad –gritó una voz más joven.

En otra situación, todos —la viuda cincuentona que vivía como buenamente podía, el marido cocinero que aprendía para estar a la altura de su mujer, la estudiante que trataba de deshacerse del desasosiego de los apuntes por correo de la universidad— la habrían tildado de vulgar, pero todos se rieron al unísono. Sin un segundo de duda de por medio.

—La primera persona que canta tiene que contar una historia al respecto, eh.

—Lo dice el juego, Juani, no te escaquees.

El cuadrado desde el que había mirado al cielo desamparada, se había convertido en un lugar de reunión; el patio había dejado de ser ese espacio que evitaba para ser el lugar al que huía con una silla cada vez que podía.

Gracias.


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