Relatos Cortos #SemArq2018 – “La playa de mi abuelo” – José Ramón Hernández Correa
La playa de mi abuelo
Mi abuelo se hizo esta casa en 2018, el año que nací yo. Y mira por dónde ahora la acabo de heredar.
Mis padres me traían aquí a menudo, a pasar temporadas con él. Me gustaba mucho todo esto, aunque ahora es mil veces más bonito.
Mi abuelo me tomaba de la mano y me llevaba andando a la playa. Era un pequeño paseo; la teníamos cerca, pero menos que ahora. Ahora está aquí mismo.
Y aunque el mar era hermoso no lo era tanto como ahora. Antes el agua era azul o ligeramente verdosa, según el día, y las olas rompían con una espuma blanca. Apenas esos tres colores, que hoy me resultan deslucidos. Sin embargo, actualmente está llena de escamas brillantes de mil colores, que al flujo y al reflujo van depositándose en la arena y alfombrándola.
Ya se puede uno tumbar en el suelo sin esa incomodidad de los granos metiéndosele por todas partes, sin que en los pies acabe quedando pegada la costra de la arena seca. Ahora todo es limpio, aséptico y mucho más hermoso.
Los colores son vivísimos, de todos los VALM conocidos. Y las teselas más superficiales, cuando se secan y hace viento, salen revoloteando alegrando el aire. Se enganchan a los pinos, de los que cuelgan como frutas exóticas o como alegres flores: Amarillas VALM serie 4000, naranjas VALM serie 2300, verdes VALM serie 1700… Todos los colores que podáis imaginar. Y todos permanentes, siempre vivos, siempre excitantes.
La casa está también más bonita que cuando yo era niño. También de los aleros cuelgan las escamas de colores, que bailan con el viento y cambian de sitio caracoleando y haciendo volatines.
El paseo desde la casa hasta la playa ya no es el gris asfalto y luego la árida arena de mi infancia, sino que está empedrado de piezas de todos los colores imaginables.
La arquitectura se funde con el paisaje, de modo que todo el entorno que habitamos y que nos rodea es de una armonía perfecta.
Al fin el ser humano ha construido el paisaje.
Y todo por las bolsas de plástico, que en las primeras décadas del siglo parecían un problema acuciante y gravísimo, hasta que las autoridades vieron que la solución no era hacerlas biodegradables y asistir lentamente a su deleznable desintegración, sino, por el contrario, conseguirlas eternas. Se hicieron unas normas muy estrictas para obligar a que los colores de las bolsas fueran vivos e indelebles, y gracias a todo ello tenemos ahora la gran e inmarchitable belleza.
José Ramón Hernández Correa
Doctor arquitecto