Fantasmas – Myriam Ybot – #HistoriasDeAndarPorCasa

jueves, abril 16, 2020

Guardado en:

Fantasmas

La casa se pobló de fantasmas. Quizá llegaron aupados en la play list que había estado escuchando sin parar, como una posesa, desde el primer día de encierro. Era posible. Habrían decidido compartir con ella las distintas estancias y atmósferas del pequeño piso arrecifeño.

En la cocina se había instalado con decisión y certeza la anciana cuyo pelo blanco, de suave resplandor violeta, enmarcaba un rostro dulce y circunspecto. En una sartén de hierro, los granos de azúcar iban oscureciéndose y perdiendo solidez, hasta transformarse en una masa líquida y dorada que debía pasar de inmediato a enfriar sobre un papel encerado. La cocina de carbón escondía en su estómago un incendio permanente y fuera, seguramente nevaba. Desde que llegó, el hogar olía a caramelo y a lavanda, como el sempiterno pañuelo de seda que protegía su garganta.

Sentado en los escalones del portal estaba el amor adolescente, esperando a que saliera para estrenar juntos la tarde madrileña, siempre nueva, siempre envuelta en papel de colores. Vestía vaqueros gastados y botas de baloncesto, mucho antes de que ese calzado se pusiera de moda y él se hubiera ido a lomos de una sobredosis. Cuando entró por fin a la casa, se hizo con el dormitorio de paredes floreadas, libros de texto abiertos y una almohada empapada en llanto. El espacio se llenó de una música estridente que alcanzaba cada rincón, escapaba por las ventanas y molestaba a los vecinos en sus confinamientos respectivos.

La pequeña recorrió con curiosidad las distintas habitaciones, subió persianas, rodó cortinas y visillos y dejó colarse la luz de la tarde. En el cuarto de baño se quedó clavada ante el espejo de marco barroco, más propio de un salón señorial que de un escusado, ante el que giró y giró con los brazos extendidos. Llevaba la cabeza cubierta por una pamela enorme que reposaba sobre sus hombros y un collar de perlas de plástico, cuyas vueltas golpeteaban el pecho infantil. Adelantó las manos y musitó pío pío mientras sus dedos abrían y cerraban un sencillo origami de dobleces coloreados. Pío pío, se casaría a los 18, faltaba mucho todavía.

En el sofá del salón, la delgada figura apenas abultaba bajo la manta, un mechón de cabello iluminado bajo un haz de sol impertinente. Observaba a los nuevos inquilinos con cariño infinito, con gratitud extendida y plena. Le costaba respirar, sentía escalofríos y dolor en el pecho. El móvil cayó de entre sus dedos. La sirena de la ambulancia ocupó el mundo. Los fantasmas huyeron para dejar hueco al personal sanitario.


Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Configurar y más información
Privacidad